Lo último que te vendría a la mente cuando las Ely 1 se te insinúan a la vista es una pelea de gatos. Son más del estilo Venecia, la de los excesos, los bailes de máscaras, el lujo, la opulencia, el siglo XVIII con todas sus desigualdades e incongruencias abofeteándote en la cara. Se encontrarían cómodas en Versalles, en el Louvre, qué demonios, en un ático de la Quinta Avenida, o en la casa de Los Hamptons que perteneció a Knox, o a Rockefeller, o a uno de aquellos magnates que encendía habanos con billetes de 100 dólares. Así son las Ely, pero con una importante diferencia: se encontrarían muy a gusto en tu sala de escucha porque, ante todo, por encima de cualquiera de las tontadas que has podido leer si has llegado hasta aquí, las Ely son high end del democrático, o si lo prefieres, Alta Fidelidad de la que de verdad tiene sentido, cuando el Norte es Norte, cuando este no se ha perdido, cuando a nadie le da por vestir al rey con un traje invisible de un millón de tuiters de diamante que solo el vanidoso puede ver en su desnudez.